Hace tiempo que no escribo. He vivido apartado de este mundo, el mundo por el
cual, dejo caer lo que pienso. Plasmarlo en una hoja de papel se me hace difícil,
ya que las manos se han amoldado a mi teclado, el bolígrafo se resbala y la
tinta azulada, circula como un torrente cuando cae lluvia fuerte. Todos estos
meses, he estado pensando en la cantidad de cosas que podría haber hecho y no
hice. Poniendo el grito en el cielo, por las cosas que hice y no debía de
hacer. Arrepintiéndome cada segundo, de no haber dejado todo atrás y pasar
página.
La noche es larga, oscura y tenebrosa. Gracias a ello,
consigo concentrarme en escribir estas líneas. Necesito de ese tiempo valioso,
de oro, que te da la luz del escritorio, para poder sentir lo que
verdaderamente siento. El sonido de la música retumba en mis oídos, como el
rugir de un león, pero, de nuevo, gracias a ello, consigo concentrarme. Pero mi manera de pensar cambia radicalmente en unos instantes. Quizás sea yo el loco, y no todo esa gente que me mira por la calle.
Con la llegada del frío, todas las sensaciones que inundaban
mi persona, son ahora visibles, si, visibles, ya que aquellas, ahora las
escribo.
Cierro los ojos, y me imagino deambulando por una calle, en
la que la única luz, es la que proviene de las farolas de aceite que están
situadas a los lados de la acera adoquinada. Nadie me acompaña, pero eso no
hace detenerme. Es mas, avanzo más deprisa. Quizás sea por el miedo a lo que
dejo atrás, o porque quiero seguir avanzando hacia mi destino.
Me pregunto “¿Qué es el destino?”. El destino, no es
cruzarse de brazos y apoyarte en la idea de que todo vendrá tarde o temprano.
Yo soy de los que piensan, que el destino cambia con nuestros actos, por lo
tanto lo que hacemos, no está supeditado a un guion preestablecido, anónimo y
sin la más pizca del sentimiento de cada momento, de su contexto. Aun así, sigo llamándolo
destino, porque todo lo que hacemos tiene un final, es decir, no hay un único
destino, sino que hay muchos hacia donde poder llegar. Me entristezco de la
gente, que basa lo que hace, en simples especulaciones sobre lo qué va a ser tu
vida. Se conforman con lo que tienen, porque no son capaces de dar otro salto.
Ellos dicen “Es lo que me toca”, sin pararse a pensar en lo que le ha llevado a
esa conclusión.
Vidas vacías, como la mía, parcialmente rellenadas por
tintes de esperanza, amor, felicidad y suaves reflejos de narcisismo alocado.
Todo el mundo que ha pasado gran parte de su vida solos, argumentan que se está mejor en esta condición, sin haber probado
las mieles de una compañía que te haga despertar cada mañana, evitando aporrear
al pobre despertador, con una sonrisa inimaginable para alguien a quien tan
sólo un sonido molesto le es familiar cada mañana.
Por eso no me gusta cerrar los ojos por las noches, porque no
me quiero imaginar estar deambulando por una calle tenuemente iluminada, sin
ninguna compañía, avanzando deprisa, como si alguien me estuviera persiguiendo
y perdiéndome la cantidad de detalles que dejo atrás por estar corriendo.
Aun así, llega un día en el cual no puedo evitar cerrarlos,
y deseo que alguien me pare en mitad de mi carrera, me acompañe hasta el final
de la calle y me haga entender que destino solo hay uno, pero que cada uno
elige la manera por la cual llegar hasta él.
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